EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
POSTSINODAL
ECCLESIA IN MEDIO ORIENTE
DEL SANTO PADRE
BENEDICTO XVI
A LOS PATRIARCAS, A LOS OBISPOS,
AL CLERO,
A LAS PERSONAS CONSAGRADAS
Y A LOS FIELES LAICOS
SOBRE LA IGLESIA EN ORIENTE MEDIO,
COMUNIÓN Y TESTIMONIO
INTRODUCCIÓN
1. La Iglesia en Oriente Medio, que desde los albores de la fe cristiana peregrina en esta tierra bendita, continúa hoy su testimonio con valentía, fruto de una vida de comunión con Dios y con el prójimo. Comunión y testimonio. En efecto, esta es la convicción que ha animado a la Asamblea Especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio, reunida en torno al Sucesor de Pedro del 10 al 24 de octubre de 2010, sobre el tema: La Iglesia católica en Oriente Medio, comunión y testimonio. «El grupo de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
2. En los comienzos de este tercer milenio, deseo encomendar esta convicción, cuya fuerza se funda en Jesucristo, a la solicitud pastoral de todos los pastores de la Iglesia una, santa, católica y apostólica y, más en particular, a los Venerables Hermanos, los Patriarcas, Arzobispos y Obispos que, en unión con el Obispo de Roma, velan juntos sobre la Iglesia católica en Oriente Medio. En esta región hay fieles nativos pertenecientes a las venerables Iglesias orientales católicas sui iuris: la Iglesia patriarcal de Alejandría de los coptos, las tres Iglesias patriarcales de Antioquía de los greco-melquitas, de los sirios y de los maronitas, el Patriarcado de Babilonia de los caldeos y la de Cilicia de los armenios. Hay también obispos, sacerdotes y fieles que pertenecen a la Iglesia latina. Y, además, hay sacerdotes y fieles venidos de la India, de los Arzobispados mayores de Ernakulam-Angamaly de los sirio-malabares y de Trivandrum de los sirio-malankares, así como de otras iglesias orientales y latinas de Asia y Europa del Este, y muchos fieles de Etiopía y Eritrea. En su conjunto, dan testimonio de la unidad de la fe en la diversidad de sus tradiciones. También quiero encomendar esta convicción a todos los sacerdotes, religiosos y religiosas, y fieles laicos de Oriente Medio, con la certeza de que ella animará el ministerio y apostolado de cada uno en su respectiva iglesia, según el carisma que el Espíritu le haya otorgado para la edificación de todos.
Los sacerdotes, los diáconos y los seminaristas
45. La ordenación sacerdotal configura al sacerdote con Cristo y le convierte en un estrecho colaborador del patriarca y del obispo, participando de su triple munus[42]. Precisamente por eso, es un servidor de la comunión; y el cumplimiento de esta tarea requiere una relación constante con Cristo y su celo en la caridad y en las obras de misericordia para con todos. Así podrá irradiar la santidad, a la que todos los bautizados están llamados. Educará al Pueblo de Dios a construir la civilización del amor evangélico y la unidad. Para eso, renovará y fortalecerá la vida de los fieles mediante la transmisión sabia de la Palabra de Dios, de la Tradición y de la doctrina de la Iglesia, así como por los sacramentos[43]. Las tradiciones orientales han tenido la intuición de la dirección espiritual. Que los sacerdotes, los diáconos y los consagrados la practiquen ellos mismos y abran con ella a los fieles los caminos de la eternidad.
46. El testimonio de comunión exige, además, una formación teológica y una sólida espiritualidad, que requiere una renovación intelectual y espiritual permanente. Corresponde a los obispos proporcionar a los sacerdotes y a los diáconos los medios necesarios que les permitan profundizar en su vida de fe, para el bien de los fieles, dándoles «la comida a su tiempo» (Sal 145,15). Por su parte, los fieles esperan de ellos el ejemplo de una conducta intachable (cf. Flp 2,14-16).
47. Os invito, queridos sacerdotes, a redescubrir cada día el sentido ontológico del orden sagrado, que haga vivir el sacerdocio como una fuente de santificación para los bautizados, y para la promoción de todos los hombres. «Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo […], no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa» (1 P 5,2). Os invito a apreciar también la vida en equipo –donde sea posible–, no obstante las dificultades que comporta (cf. 1 P 4,8-10), pues eso os ayudará a comprender y vivir mejor la comunión sacerdotal y pastoral, en el ámbito local y universal. Queridos diáconos, en comunión con vuestro obispo y los sacerdotes, servid al Pueblo de Dios según vuestro propio ministerio en las tareas específicas que se os confíen.
48. El celibato sacerdotal es un don inestimable de Dios a su Iglesia, que conviene recibir con gratitud, tanto en Oriente como en Occidente, pues representa un signo profético siempre actual. Recordamos, además, el ministerio de los sacerdotes casados, que son un elemento antiguo de las tradiciones orientales. Quisiera dirigir también mi aliento a estos presbíteros que, con sus familias, están llamados a la santidad en el ejercicio fiel de su ministerio y en sus condiciones de vida a veces difíciles. Reitero a todos que la belleza de vuestra vida sacerdotal[44] suscitará sin duda nuevas vocaciones, que tendréis la responsabilidad de atender.
49. La vocación del joven Samuel (cf. 1 S 3,1-19) nos enseña que los seres humanos necesitan guías expertos para ayudarles a discernir la voluntad del Señor y responder generosamente a su llamada. En este sentido, el florecimiento de las vocaciones debe ser favorecido por una pastoral apropiada. Y ésta ha de estar apoyada por la oración en la familia, las parroquias, los movimientos eclesiales y en el seno de los centros educativos. Quienes responden a la llamada del Señor necesitan crecer en lugares de formación específica y estar acompañados por formadores idóneos y ejemplares. Estos los educarán en la oración, la comunión, el testimonio y la conciencia misionera. Se abordarán con programas adecuados los aspectos de la vida humana, espiritual, intelectual y pastoral, teniendo en cuenta con perspicacia la diversidad del medio, los antecedentes, las pertenencias culturales y eclesiales[45].
50. Queridos seminaristas, así como el junco no puede crecer sin agua (cf. Jb 8,11), tampoco vosotros podréis ser verdaderos artesanos de comunión y auténticos testigos de la fe sin un enraizamiento profundo en Jesucristo, sin una conversión continua a su palabra, sin un amor por su Iglesia y sin una caridad desinteresada por el prójimo. Estáis llamados a vivir y perfeccionar hoy en día la comunión, con vistas a un testimonio valiente y sin ambigüedades. La firmeza de la fe del Pueblo de Dios dependerá también de la calidad de vuestro testimonio. Os invito a abriros más a la diversidad cultural de vuestras Iglesias, por ejemplo, aprendiendo otras lenguas y culturas diferentes a las vuestras, con vistas a vuestra futura misión. Estad también abiertos a la diversidad eclesial, ecuménica, y al diálogo interreligioso. Os ayudará mucho un estudio atento de mi Carta dirigida a los seminaristas[46].
La vida consagrada
51. El monacato, en sus diversas formas, ha nacido en Oriente Medio y es el origen de algunas de las iglesias de allí[47]. Que los monjes y monjas, que consagran su vida a la oración, santificando las horas del día y de la noche, encomendando en sus plegarias las preocupaciones y necesidades de la Iglesia y la humanidad, recuerden permanentemente a todos la importancia de la oración en la vida de la Iglesia y de todo creyente. Que los monasterios sean también lugares donde los fieles puedan dejarse guiar en la iniciación a la oración.
52. La vida consagrada, contemplativa y apostólica, es una profundización de la consagración bautismal. En efecto, los monjes y monjas buscan seguir a Cristo de manera más radical mediante la profesión de los consejos evangélicos de obediencia, castidad y pobreza[48]. La entrega sin reservas de sí mismos al Señor, y su amor desinteresado por todos los hombres, dan testimonio de Dios y son verdaderos signos de su amor por el mundo. Vivida como un don precioso del Espíritu Santo, la vida consagrada es un apoyo irremplazable para la vida y la pastoral de la Iglesia[49]. En este sentido, las comunidades religiosas serán signos proféticos de la comunión en sus iglesias y en el mundo entero en la medida en que estén realmente fundadas en la Palabra de Dios, la comunión fraterna y el testimonio de la diaconía (cf. Hch 2,42). En la vida cenobítica, la comunidad o el monasterio tienen por vocación el ser lugar privilegiado de la unión con Dios y la comunión con el prójimo. Es el lugar donde la persona consagrada aprende a caminar siempre desde Cristo[50], para ser fiel a su misión con la oración y el recogimiento, y ser para todos los fieles un signo de la vida eterna, que ya ha comenzado aquí (cf. 1 P 4,7).
53. Os invito a vosotros, que habéis sido llamados a la sequela Christi en la vida religiosa en Oriente Medio, a que os dejéis seducir siempre por la Palabra de Dios, como el profeta Jeremías, y la guardéis en vuestro corazón como un fuego ardiente (cf. Jr 20,7-9). Ella es la razón de ser, el fundamento y la referencia última y objetiva de vuestra consagración. La Palabra de Dios es verdad. Al obedecerla, santificáis vuestras almas para amaros sinceramente como hermanos y hermanas (cf. 1 P 1,22). Cualquiera que sea el estado canónico de vuestro Instituto religioso, mostraos disponibles para colaborar en espíritu de comunión con el obispo en la actividad pastoral y misionera. La vida religiosa es una adhesión personal a Cristo, Cabeza del Cuerpo (cf. Col 1,18; Ef 4,15), y refleja el vínculo indisoluble entre Cristo y su Iglesia. En este sentido, apoyad a las familias en su vocación cristiana y alentad a las parroquias para que se abran a las diversas vocaciones sacerdotales y religiosas. Esto contribuye a fortalecer la vida de comunión para el testimonio en el seno de la Iglesia particular[51]. No dejéis de responder a los interrogantes de los hombres y mujeres de nuestro tiempo, indicándoles la senda y el sentido profundo de la existencia humana.
54. Quisiera añadir una consideración adicional que va más allá de los consagrados y se dirige al conjunto de los miembros de las Iglesias orientales católicas. Se refiere a los consejos evangélicos, que caracterizan particularmente la vida monástica, a sabiendas de que esta misma vida religiosa ha sido determinante en el origen de numerosas Iglesias sui iuris, y sigue siéndolo en su vida actual. Me parece que se debería reflexionar con detenimiento y atención sobre los consejos evangélicos, obediencia, castidad y pobreza, para redescubrir hoy su belleza, la fuerza de su testimonio y su dimensión pastoral. No se puede regenerar interiormente a los fieles, a la comunidad creyente y a toda la Iglesia, si no hay un retorno decidido e inequívoco, cada uno según su vocación, al quaerere Deum, a la búsqueda de Dios, que ayuda a definir y vivir en verdad la relación con Dios, con el prójimo y consigo mismo. Ciertamente, esto concierne a las Iglesias sui iuris, pero también a la Iglesia latina.